Por: Juan Manuel Velázquez Ramírez
“Paz” es un término cuyo significado se asocia con tranquilidad, quietud, sosiego, apacibilidad, correspondencia, amistad y reconciliación. Desde esta lógica, paz es lo opuesto a la guerra. Es un estado que se caracteriza por no encontrarse en guerra, que se opone a ella. Es, en este sentido, que la palabra “guerra” se asocia con discordia, desavenencia, enemistad, rompimiento, lucha, hostilidad, pugna, oposición y combate. En un sentido lógico estas definiciones no tendrían dificultad alguna.
Pero no es lo más conveniente hablar de “paz” en abstracto. Es así que el problema comienza cuando se colocan estos términos en contextos históricos concretos. Así, cuando se demanda paz, enseguida se hace necesario plantear preguntas obligadas como las siguientes: ¿paz de quién, respecto a qué, cómo, para qué y de qué tipo?.
En estos momentos ciertos sectores de la sociedad demandan públicamente paz para la ciudad de Guadalajara. Esta paz la asocian con seguridad y tranquilidad. Esta iniciativa se comprende en contextos de lo que ocurrió recientemente en Jalisco: narco/bloqueos, derribo de helicóptero de las fuerzas de seguridad, y emboscadas a cuerpos policiales y del ejército. En estas condiciones la demanda por paz pudiera significar tranquilidad para la ciudad y sus espacios públicos; sosiego en las familias; amistad entre los habitantes de esta urbe; y reconciliación de intereses entre los diferentes grupos y clases sociales. A la guerra a la que se opondrían sería aquella que genera rompimiento de la tranquilidad; pugna con la legalidad; desavenencia con los grupos del crimen organizado; y enemistad con los valores de justicia.
Sin duda, la ciudadanía de esta entidad aspira a contar con ciudades vivibles; donde se pueda transitar tranquilamente sin enfrentarse a un fuego cruzado ni presenciar una ejecución; donde los puentes peatonales no sean decorados con narcomantas; donde no se viva en la zozobra de llamadas telefónicas, provenientes de algún centro penitenciario, buscando extorsionar a los integrantes de una familia; donde desaparezca el reparto de drogas como algo evidente y cotidiano; donde no se secuestre ni se cobre derecho de piso; y donde gobiernos, cuerpos de seguridad e instituciones impartidoras y ejecutoras de justicia se diferencien claramente del crimen organizado.
Por eso debe ser bienvenida cualquier iniciativa que coadyuve a hacer pública la demanda ciudadana de paz para Guadalajara y la entidad. También ha de ser considerada como de fundamental importancia la unidad necesaria entre todos y todas aquellas personas que compartan la preocupación de contar con una ciudad segura, tranquila, pacífica y amigable. Sin duda, la tarea de recuperar la ciudad para los ciudadanos y ciudadanas es compleja, y requiere un concurso amplio de fuerzas.
Pero hay que tener cuidado. La unidad que se requiere y a la que se convoque, debe partir de principios. Y estos sólo pueden resultar de adecuadas caracterizaciones sobre lo que se entiende por “paz”. Ha de ser una paz de las ciudades como escenarios públicos de pertenencia colectiva; una paz respecto a todo acto de violencia que se ejecute en contra de la ciudadanía, y que no se reduce a los narcobloqueos; una paz que sólo puede resultar de movimientos y organizaciones con autonomía de gobiernos y partidos; una paz que provenga del uso ciudadano de diferentes foros públicos y privados, desde donde se dé a conocer el sentido de esta lucha; y una paz para hacer valer el derecho ciudadano a vivir en condiciones de justicia, equidad y dignidad.
La paz es una herramienta alternativa eficaz en contra de la guerra. Pero valdría la pena afirmar que no hay una sola guerra (al narcotráfico), ni un solo bando guerrero al que hay que combatir (grupos del crimen organizado). Hay, simultáneamente, diversas guerras y diferentes enemigos a los que hay que enfrentar.
Existe la guerra declarada por los gobiernos y patrones que atacan a los trabajadores con sus políticas de bajos salarios, restricciones en derechos laborales, subcontrataciones y cierre de fuentes de empleo. Guerra de los gobiernos y sus reformas estructurales que atacan indistintamente a toda la población al nivel de impuestos, trabajo, costo de la energía y educación. Guerra de los propietarios de los transportes públicos en contra de los usuarios de este servicio y de los peatones, de donde resulta aumento a los precios del pasaje en líneas con pésimo servicio, pero certificadas de manera absurda, y personas atropellados (17 en el 2015). Guerra de un sistema educativo en contra de estudiantes y aspirantes a ingresar a la universidad pública, los cuales son rechazados en su gran mayoría, y los que logran entrar lo hacen para enfrentar condiciones de falta de infraestructura y material escolar y deficiente calidad de servicio educativo. Guerra de un sistema machista en contra de las mujeres que son discriminadas en la calle, el trabajo, la familia, la escuela y las iglesias, y hasta asesinadas por el sólo hecho de ser mujeres. Guerra de un sistema homofóbico prevaleciente que ataca la diversidad sexual. Guerra de las autoridades municipales y estatales contra los habitantes de las colonias pobres a los que se les ha negado por años el acceso a infraestructura urbana y servicios básicos. Y guerra de los gobiernos mestizos en contra de las comunidades indígenas a los que se les niega el apoyo y se les trata de despojar de sus patrimonios materiales y culturales.
Bajo estas condiciones, luchar por la paz sí implica aspirar a una ciudad tranquila, pero también exige tomar partido y actuar por todas aquellas clases, grupos y comunidades históricamente desfavorecidas, a los que se les ha hecho la guerra durante años. Sólo bajo esas condiciones se puede derrotar al crimen organizado y construir una ciudad amigable y pacífica.
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